La tienda de Chucho
Este local de la Ciudad de México alcanzó a recibir a muchos niños extasiados con las historietas de Kalimán o Chanoc que alquilaba. También sobrevivió a un par de furiosos terremotos, y hoy es como un benévolo familiar a quien los vecinos quieren y consultan.
Por: Alberto Aceves
AJesús María Márquez Barraza le dicen Chucho. En las calles, en las equinas, por donde lo ven caminar sus vecinos en la colonia La Nopalera (Tláhuac, Ciudad de México), con sus bolsitos y sus bicis, y sus ojos tristes y cansados. Chucho es el hombre que regala sonrisas en la tienda La Colonial, llamada así por su papá, Don Guillermo Márquez —oriundo de Villanueva, Zacatecas—, desde hace más de cincuenta años.
Chucho y Don Guillermo compraban cuentos infantiles para rentarlos por 10 centavos entre los niños de este lugar. Desde las historias de Kalimán, el Libro Vaquero y las aventuras de Chanoc, hasta las divertidas travesuras de Memín Pingüin, el simpático ‘negrito’. Eran los primeros días de la tienda, allá por 1970, en el vértice de Angélica Paulet y Boris Godunov, las calles —entonces de tierra y con edificios sin terminar— que todavía recorre de memoria.
Los concurrentes, por esos tiempos, iban y venían a todas horas. Chucho decidió ofrecerles banquitos de madera para facilitar sus lecturas. Algunos se iban después de 20 o 30 minutos arrastrando los pies; los demás buscando algún dulcecito antes de volver a casa. “Al último, los vendí todos porque eran muchos”, dice Chucho, y se ríe, recordando sus idas y vueltas por el Mercado de Mixcalco (cerca del centro de la ciudad) para traer paquetes de 50 o 100 cuentos, según lo que se ofreciera.
Al ver que el negocio funcionaba, Don Guillermo empezó a llevarle dulces en envases vitroleros del Mercado de la Merced. Adentro, se vendían también cocadas y galletas; las primeras presentaciones de papas fritas, refrescos de vidrio y algunos cigarros. Poco a poco, las paredes de La Colonial fueron llenándose de cajas, botellas y garrafones. Chucho, por lo regular, sólo conocía los rostros de los clientes y memorizaba lo que solían pedirle. Si algo faltaba —o ya no había— su promesa era conseguirlo en los días siguientes.
A las cuatro o cinco de la mañana, el grito del repartidor del pan cimbraba la cortina metálica de la tienda. “¡El paaaan!”. Chucho y Don Guillermo se quedaban en un cuartito, detrás del mostrador, para no quedarse dormidos y comprarle varias piezas. A la gente que venía se le antojaba, “pero a veces también uno se lo tenía que comer”.
Chucho cree que lo más importante para ser tendero es entenderse con la gente, que te sientan cercano, respetuoso. Y dice que, para eso, es básico regalarles sonrisas.
–Hay que ser amables con las personas, porque, si usted llega enojado y viene una clienta, no vende. Yo de mis clientes hice mi casa, les di carrera a mis hijos, tengo dinerito en el banco. Por eso los quiero mucho.
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En la colonia La Nopalera, pequeña localidad del municipio de Tláhuac —con cerca de siete mil habitantes, según el último censo—, era común ver caballos, vacas, borregos y sapos. Chucho, de hecho, tuvo entre 30 y 40 cerdos en engorda, por los que se pagaba bien. “Este lugar representa toda mi vida”, dice, y vuelve a reírse, después de haber llegado aquí —sin ninguna sospecha— cuando pocos lo habían hecho antes.
“En 1980 me casé, tuve tres hijos (Nancy, Jazmín y Chuchín) y me hicieron abuelo. Luego se fueron a vivir a Estados Unidos, para que ahí nacieran mis nietecitos. Mi papá nos hizo residentes de ahí”. Don Guillermo, esposo de Nancy Barraza —su madre, también fallecida—, trabajó desde muy joven como bracero en los campos estadounidenses y desde entonces su familia pudo cambiar de país.
Chucho se dedicó a la tienda desde los ocho años. Estudiaba en la primaria Tlamachkali, a unos cinco o 10 minutos de aquí, y de sus ocho hermanos siempre fue el que cargó con las mayores responsabilidades.
—Hola, Chucho, ¿cuánto es? –pregunta una niña, de unos 10 u 11 años, mostrando una Fanta y un paquete de dulces.
—24 y 8… 32
Uno tiene la impresión de que aquí, en La Colonial, todos se conocen. Caminar es como moverse por el patio de una casa familiar. La casa de Chucho y sus clientes. Pilones de comida por acá y por allá. Charlas de vecinos y desconocidos reunidos en una esquina. Conductores en bicitaxis que pasan en frente y lanzan un silbido, levantando el pulgar.
Eso es la tienda de Chucho. El buen trato, la camaradería, la familiaridad. Ese sonido anestesiante de las canciones norteñas en sus bocinas, el televisor con las películas de El Santo y de Tin Tan, el guiso salvador del mediodía, las velas derritiéndose en un mini santuario. Secretos que saben todos, engaños imposibles de ocultar.
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Chucho abre la tienda de lunes a domingo, de diez y media de la mañana a once de la noche. No descansa ni en Año Nuevo ni en Navidad. Antes, cuando sus hijos estaban pequeños, lo hacía para irse de vacaciones a Acapulco, Michoacán o Zacatecas, pero hoy los tiempos son otros. No sólo porque estén lejos y no pueda verlos, sino por ese bicho raro que lo obliga a no salir, a ponerse el cubrebocas y utilizar el gel antibacterial todos los días.
Según datos del Directorio Estadístico Nacional de Unidades Económicas, existen 49 mil 563 tiendas de comercio al menudeo en la Ciudad de México, 2 mil 328 de ellas en Tláhuac y más de un millón en todo el país, lo que representa —según Tarsus México y Multipav, encargadas de la Expo Tendero 2021— más del 40 por ciento de toda la manufacturación de abarrotes. Así mismo, con el aislamiento social obligado por la emergencia sanitaria, las tienditas de la esquina —explica la Alianza Nacional de Pequeños Comerciantes— se volvieron la opción más segura para realizar las compras y sobrellevar los días, a pesar de los alcances económicos de los supermercados.
“De una tienda usted debe empezar por poquito. La misma gente le va pidiendo las cosas. Si viene alguien y le dice: ‘quiero jamón’ —y no tiene— usted responda: ‘No tengo ahorita, pero se lo traigo a mitad de semana’. Así irá recibiendo cada vez más personas. Gracias a Dios, me ha ido bien, nunca me han asaltado. Toda la gente me conoce. Salgo de aquí y me voy caminando, porque vivo a unas calles. Todos me saludan. Los bicitaxis, los de la basura, todos. A veces vienen y platicamos, o sólo quieren que los escuche. Y lo hago, porque para mí los clientes son lo más importante”.
—Chucho, ¿tienes jugo Del Valle de mango? —la voz de una señora lo sorprende y pone a prueba su memoria.
—Naranja, manzana y uva.
—De naranja, por favor.
Es difícil que a Chucho le roben un ‘No’. Lo confirman sus respuestas, casi siempre afirmativas o con alguna opción, en momentos en los que falta algún producto en el mostrador.
Alguna vez, fuera de la tienda, este señor bajito de 58 años tuvo la idea de formar un equipo de fútbol. Se llamaba El Colonial y jugaba en el Deportivo Zapotitlán, en la colonia Del Mar y el Centro de Salud de La Nopalera, en Tláhuac. “Estuvimos como dos o tres años, yo les daba las camisetas, les pagaba el arbitraje, pero nunca jugué. Era su director técnico (se ríe), aunque tampoco sabía poner el cuadro. Yo nomás les compraba las cosas y los llevaba a jugar”.
Varios de esos jugadores eran sus clientes.
“Luego llegan jóvenes o señores grandes y me dicen: ‘¿Chucho, no te acuerdas de mí? Yo antes venía por mis cueritos, por mi refresco, o pasábamos a esta tiendita y nos íbamos a la escuela. Y ahora mira: ya me casé, ya tengo un hijo’. No los recuerdo a todos, pero siempre digo que he visto pasar a la primera y segunda generación de chamacos por aquí. Cuando llegué no había tiendas ni edificios ni nada. Los niños se divertían leyendo cuentos de superhéroes”.
Durante estos cincuenta años, La Colonial ha resistido la fuerza de dos terremotos en México: los de septiembre de 1985 y 2017. En el primero, la tienda sufrió daños y cuarteaduras en las paredes. También, se quebraron entre 20 y 30 cajas de botellas de vidrio con refresco, debido al rugido de la tierra. En el segundo, Chucho confiesa que tuvo miedo. Que sintió que todo se caía, pero su tienda se mantuvo ahí. Detenida en el tiempo. Con el aroma de los lugares viejos, el recuerdo de las historietas y la creencia de que, en los malos tiempos, siempre hay lugar para alguna sonrisa.
Porque eso, sonreírle a sus clientes, es lo que ha hecho toda su vida.